GALERA TREINTA Y CINCO SIEGLOS DE HISTORIA (Capítulo nº 95)
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GALERA TREINTA Y CINCO SIGLOS DE HISTORIA (Capítulo nº 41)
XI. LA EDAD MODERNA
II. … DIOS TE ME GUARDE DE MAL (I)
7 de febrero, lunes. 1
La costumbre de la época era que el día de la batalla decisiva los participantes en ella luciesen sus mejores galas. Y así se presenta don Juan de Austria ante el campo, siendo imitado por todos los demás, que se visten el traje de guerra.
Se ordena que cada unidad, de infantería, de caballería o de artillería, ocupe su puesto. Todo se ha preparado minuciosamente, queriendo evitar con ello un descalabro como el sufrido el día 27 que, como vemos, ya ha trascendido a toda España. Todos son conscientes de la importancia de este asalto. En esta acción se decide el curso de la guerra, que ya dura más de un año. También se decide la vida o la muerte de cada uno de los varios miles de participantes. De obtener uno u otro resultado, dependerá, de la misma manera, el prestigio o el desprestigio de los mandos. Inclusión hecha de Su Excelencia.
Siguiendo el plan establecido, se ordena prender fuego a las cuerdas que van directamente a los fogones de las minas, desde cuyo punto se producirá el estallido en que tantas esperanzas se han puesto.
Las cuerdas que a tal efecto se utilizan, están impregnadas de sustancias que las hacen arder con cierta rapidez: resina y pez generalmente.
En el momento en que se han prendido las mechas se produce en todo el campamento un terrible silencio. Se ha alcanzado el clímax. A lo largo de veinte días la tensión se ha ido incrementando y en los protagonistas del hecho ha tocado la cúspide. Pasan los minutos y no hay efecto alguno.
“todo el campo aguardaba ver el efecto con tanto silencio y suspensión, como si allí no hubiera gente ninguna”
Pero han de pasar unos minutos más. Hasta siete u ocho.
Finalmente, la carga hace el efecto que se espera de ella y una mina, una sola, estalla. La confusión se propaga entre todos y cada uno de los asaltantes. El fallo trastoca el plan. La subida a la villa cercada no se ha facilitado en absoluto. Antes al contrario, al haber arrancado parte de la roca, ésta ha quedado como se si hubiese cortado verticalmente formando una inaccesible pared. La explosión ha volado parte de la peña, de la muralla y del castillo, pero sin causar bajas en los moriscos, que se habían retirado del lugar previendo la explosión. Ante esta situación, don Juan manda que comience la artillería a disparar, tal y como estaba previsto. Y así se hace.
Al mando de la batería de El Real están Bernardino de Villalta y Alonso de Benavides. Desde esta posición se baten el castillo y “las casas que se descubrían de un cerro algo relevado que está á la parte de poniente”2. Don Luis de Ayala hace lo propio desde su batería, ubicada en el cerro de La Venta. Por su parte, don Diego de Leiva dispara desde un punto situado al norte, que no está bien determinado, pudiendo ser desde el cerro de San Gregorio. Una cuarta posición artillera, la de don Francisco de Molina, hace su efecto desde las eras.
Mientras la artillería bate, don Juan reúne a su Consejo para decidir qué se va a hacer con la mina que no ha resultado. Se ignora si por la explosión de la primera se ha inutilizado el dispositivo de ignición de la segunda. Con rapidez se acuerda enviar un grupo de expertos para examinar en qué condiciones se encuentra. Los comisionados analizan el fogón y comprueban que no ha sufrido alteración alguna. La nueva se comunica al Consejo y éste ordena que, de inmediato, se dispare la carga subterránea. Y así se ejecuta.
Tras la tremenda detonación, a cuyo efecto voló otra parte de la muralla y lo que quedaba del castillo, se comprueba con decepción que “la peña se hendió de arriba abajo, quedando recta y más fuerte que estaba de antes, pareciendo ser el lienzo una robusta muralla, hecho por industria para la defensa del lugar… y así blasfemaban de las minas y del inventor dellas”.
Una única satisfacción les queda: con esta nueva explosión mueren unos cincuenta defensores puesto que no esperaban que hubiese una segunda mina, tal y como había acontecido la primera vez. El pánico entre los moriscos es tan grande que abandonan el lugar a su suerte, horrorizados por la terrible sorpresa que han experimentado.
Y éste va a ser el hecho decisivo.
Entre las rocas inmediatas se había guarecido un capitán cristiano a la esperar del desarrollo de los sucesos. Una vez disipada la polvareda observa que, aunque difícil de acceder arriba, se ofrece una oportunidad única en las tres semanas de asedio y es que por primera vez el lugar está abandonado, por las circunstancias que hemos apuntado anteriormente.
Animado por esta ocasión que le ofrece la fortuna, escala entre los peñascos el trecho que lo separa de la cima y consigue acceder a ella. Una vez arriba, se apodera de “una bandera grande colorada” que hay en lo alto de uno de los pequeños torreones que quedan del castillo y rápidamente baja con ella. Lasarte, que así se llama el militar según nos lo dicen Hita y Mármol, muestra su trofeo a los demás soldados, contándoles que el paso a la villa está franco.
Bastan unos momentos para que se pase de la decepción más profunda al ánimo más exaltado. En instantes la soldadesca inicia el ascenso por el lugar señalado como si fuese un turbión de gritos. Las voces consiguen el efecto deseado, por lo que inmediatamente los soldados que están en las trincheras abandonan sus puestos y se lanzan igualmente a la subida.
Los sitiados se dan cuenta de lo que sucede, advirtiendo muy tarde el error que han cometido. Y se disponen a rechazar al enemigo yendo decididamente al lugar por donde van entrando soldados a decenas. Si embargo, y prácticamente a la misma hora en que se está produciendo la invasión por la parte del castillo, don Pedro de Padilla da la orden de asalto a sus soldados, que entran a raudales por poniente.
O tal vez no fuera exactamente así, ya que los soldados de las eras, viendo lo que ocurre arriba y que sus compañeros van a ser los primeros en entrar en la villa, comienzan a desesperarse porque no se les da la orden de ataque. Entre el ejército se había comentado con insistencia que Galera atesoraba un considerable botín de todo género y nadie estaba dispuesto a ser el último en llegar arriba y beneficiarse de ello. Y así, mientras por la parte de popa se pelea ya cuerpo a cuerpo -donde las mujeres y los niños participaban furiosamente- en el Tercio de Nápoles cunde el desasosiego hasta hacerse poco a poco irrefrenable. Los oficiales, muy advertidos por don Juan de Austria, pretenden calmar los ánimos de sus subordinados. Pero el efecto es el contrario. Y nuevamente los más exaltados, como una tropa deficientemente adiestrada, hacen caso omiso de las instrucciones que se les están dando y se lanzan hacia arriba en un incontrolable impulso. De nada han valido las exhortaciones, ni los ruegos, ni las órdenes, ni las amenazas de sus sargentos, alféreces, capitanes. Ni siquiera el que dichos mandos “desnudaron las espadas y principiaron á castigarlos repartiendo cuchilladas; pero ni lo uno ni lo otro fue bastante para detenerlos ni hacerles mudar de propósito”.
Los sublevados se ven desbordados por todos sitios. No pueden atender al elevado número de asaltantes, que se va incrementando conforme pasan los minutos. Y se llega al cuerpo a cuerpo. En un último y supremo esfuerzo, los asediados cargan contra quienes suben por la popa y les hacen retroceder unos metros. Pero la presión cristiana es tan fuerte y tan generalizada que poco a poco vuelven a ceder terreno. Mientras, para que no haya posibilidad de escapar, la caballería, según se había previsto, rodea por completo el perímetro de la villa.
“y horadando los techos de las casas con maderos, los arcabuceaban y se las hacían desamparar, y les fueron ganando la villa palmo a palmo, hasta acorralar más de dos mil moros en aquella placeta que dijimos. Recogiéronse algunos en una casa pensando darse á partido; mas todos fueron muertos, porque aunque se rendían, no quiso don Juan de Austria que diesen vida á ninguno; y todas las calles, casas y plazas estaban llenas de cuerpos de moros muertos, que pasaron de dos mil y cuatrocientos hombres de pelea los que perecieron á cuchillo en este día”
Una especie de locura colectiva se ha adueñado de los actores en este trágico acto final, que se ha iniciado a las ocho de la mañana y no concluye hasta nueve horas más tarde. Hasta don Juan ha participado en el asalto, tal vez enfervorizado con el ambiente, según dice Hita:
“Viendo el señor don Juan á sus escuadrones tan empeñados en aquella peligrosa lid, y temiendo que aflojara su valor… dejando con ánimo esforzado su puesto de general, fué á la muralla… decidido á subir donde estaban los suyos peleando, sin que nadie fuera parte para impedírselo; mas estando ya al principio de la cuesta, de enmedio de la confusa pelea, salió desmandada una bala, ó bien fuera tirada por industria al resplandor del hermoso y luciente peto, la cual dió en un costado de Su Excelencia, haciéndole una grande abolladura”3
1 Por un error que aparece en el libro original, se dice que el día 7 de febrero de 1570 era lunes, cuando en realidad se trataba del martes de carnaval, o “martes de carnestolendas” como puntualiza uno de los cronistas.
2 Esta puntualización hace pensar que hubiese casas igualmente en el cerro de Santa Elena.
3 A este hecho se refiere Felipe II en carta de 14 de febrero a su hermanastro –ya solucionado el alzamiento de Galera- en la cual le dice: “No puedo dejar destar muy quejoso de vos de que cumpláis tan mal lo que me habéis prometido de no meteros donde haya peligro, como sé que lo habéis hecho en Galera; y en este día se vee bien que lo hicistes, pus os dieron en el murrión el arcabuzazo que decís, que me ha dado más pena que os podría decir…”