GALERA TREINTA Y CINCO SIEGLOS DE HISTORIA (Capítulo nº 96)
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VIERNES SANTO: LA TRADICIÓN Y LA HONDURA
La mañana se ha levantado con un ligero celaje de nubes blancas que no amortiguan el desusado furor del sol en este tiempo. Los azules de los días anteriores se han velado ligeramente, pero no lo suficiente para impedir que el río brille como un diamante al pie del pueblo.
Al punto exacto de las once, una antigua voz rescatada del Medievo resuena desde la sólida torre de sillería del templo parroquial: es la matraca, que llama a los fieles con un velo de tristeza, intuyendo la tragedia que se va a desencadenar a eso de la hora nona allá en el Calvario.
No pueden sonar las campanas de alegría, ni siquiera las que doblan por la muerte de los mortales. Para el aviso de la inaplazable muerte del Inmortal hay necesidad de que un instrumento antiguo, noble, acompasado, sin estridencias, alce su voz de madera por todo el ámbito del pueblo. Y eso es lo que nos apunta la matraca de la iglesia de Galera, que sólo gira como un torbellino en estos días del Triduo Pascual.
Rota la calma de la mañana, poco a poco se ha formado una comitiva que sigue los pasos vacilantes del Nazareno -el de la suplicante mirada- hasta el lugar donde va a entregar su vida. En el camino, cales restallantes, rejas de antiguas forjas, puertas de pinos centenarios, esquinas por donde se desorienta el viento… y cánticos. Que ya son únicos en todo el ámbito de la Tierra, que son los que se interpretan en este Vía Crucis con más de cuatro siglos de antigüedad sin duda alguna, traídos a esta tierra por los franciscanos.
Los expertos han dicho que son modos musicales de las antiguas sinagogas, asumidos por los creyentes cristianos, que han ido pasando de generación en generación, para embellecer joyas como ésta, que se canta en la V Estación:
Perdió la ira el compás
Cuando dispuso severa
Que algo menos padeciera
Porque padeciera más.
Y así hasta arriba, hasta llegar al lugar donde se conmemora el suplicio, del cual centenares de corazones son testigos directos, mientras el pueblo reposa allá abajo como absorto por la tragedia consumada, proclamada por otra de las redondillas que nos legaron nuestros ancestros:
Llegó al ocaso la luz.
Entra, cristiano, y, sin tasa,
En el sepulcro repasa
Los misterios de la Cruz.
Luego, como en un sueño, como dolida por la culpa, regresa la comitiva lentamente, entonando el Ave María del Rosario de Penitencia, cuya música parece haber sido escrita para grandes masas corales, como decía uno de los párrocos más preparados intelectualmente que han pasado por esta milenaria villa: don Miguel Rodríguez Pastor.
Entre dos luces de la calurosa tarde, suena de nueva la voz de madera desde la atalaya rotunda de la torre, que llama al entierro de Cristo con su inconfundible tableteo.
El sol ha caído definitivamente. Por las calles del crepúsculo transitan las camareras de las Virgen revestidas con la elegancia de las más puras esencias españolas, airosa la mantilla, serio el gesto, firme la marcha y enhiesta la frente.
Como un tronar lejano, retumban las puertas del templo al abrirse para iniciar el cortejo fúnebre del Cordero de Dios muerto hace unas pocas horas en la tremenda soledad del páramo.
Roncos, los tambores abren la marcha. Nazarenos, como fugaces espíritus, comienzan un lento desfile similar a una pesadilla. Y detrás, como un bálsamo entre tanto dolor, las leves pisadas de las piadosas mujeres, que alumbran la escena.
Cristo pasa inerte, exangüe, aterido de muerte. Detrás, desolada, la Dolorosa muestra la angustia insuperable de un hijo yacente.
La procesión, con una hondura insondable, transcurre en silencio, agazapada en el dolor, transida de llanto silencioso y apenas visible. Decenas de penitentes, decenas de mujeres severamente y elegantemente enlutadas gritan en silencio por la tragedia.
Un año más, hasta el siguiente, la tragedia se ha revestido de exquisita belleza, de honda desolación, de profunda sentimiento en las palpitantes calles de Galera.
Un año más. Hasta el siguiente en que todo comenzará de nuevo.