AGRADECIMIENTO

2019-08-14 Hijo predilecto de Galera (7)

En primer lugar, he de expresar mi agradecimiento a la Corporación anterior por recoger la
propuesta hecha en su día por mi familiar y amigo, don Agustín Gallego Chillón, y a la
Corporación actual -casi en su totalidad compuesta por antiguos alumnos-. A mi amigo de
siempre, don Juan José Molina Sánchez, que tanto se ha movido -desde Galera y desde
Badalona, me consta- para que en este día se materializase este acto. A las decenas de firmas
que graciosa y generosamente secundaron esta propuesta de nombramiento como hijo
predilecto de Galera.
Por el pudor que la concesión de este gran honor ocasionó -y aún ocasiona- en mí, intenté en
los primeros momentos parar su desarrollo. Hubo muchos días en que la duda me asaltaba:
por un lado, consideraba que la distinción que se me quería conceder me obligaba demasiado
ante todos los convecinos y dudaba -y sigo dudando- si yo sería capaz de merecerlo en lo que
me queda de vida; porque desde este momento, habré de estar siempre en perfecto “estado
de revista”, como se dice en el Ejército, y vosotros tendréis la obligación de estar
“vigilándome” permanentemente. Por otro, en absoluto quería despreciar la demostración de
afecto que con esta determinación me manifestabais. Ése es el dilema.
Yo tenía la secreta esperanza de que el nudo planteado en medio de mis dudas se resolviese
por sí solo y me agarré a una circunstancia ajena a mi voluntad, pero que veía favorable para
que esto no sucediese. Para que este reconocimiento tuviese legalidad, era precisa la
actuación de la Secretaría del Ayuntamiento y ésta estaba vacante. Basado en esta baza, yo
confiaba que con el tiempo el asunto se olvidase. Pero no fue así.
El honor con que habéis adornado mi persona es impagable para mí. Me he sentido abrumado
por vuestra gentileza, colmado por vuestra ofrenda, afianzado para siempre a este pueblo
milenario, que yo elegí para vivir en él frente a tentaciones que rehusé cuando me las
ofrecieron, porque tenía que renunciar a ver amanecer aquí cada día del resto de mi vida.
Pero no es sólo a estas dos Corporaciones y a estos dos amigos citados a quienes tengo la
obligación, en este día tan importante de mi vida, de rendirles mi agradecimiento.
El ser humano, como decía Ortega y Gasset, es él y su circunstancia y yo cada día estoy más
convencido de esta afirmación. El hombre es producto de una serie de factores innumerables,
a veces insospechados, que lo van modelando como si de una irrepetible escultura se tratase.
Este proceso de ninguna manera se inicia con posterioridad a su nacimiento y se desarrolla
durante toda su vida. Lo que somos hoy, se inició hace millones de años y nunca se
interrumpe. El medio en donde nos desarrollamos es absolutamente determinante para que
seamos de una manera u otra. Y el medio lo constituyen el marco físico donde se desarrollan
las personas, la historia de aquel territorio, las costumbres ancestrales, el credo religioso que
allí se practica, el idioma que se habla, el sistema educativo que lo desarrolla, las gentes que lo
rodean… Y yo tuve la suerte de haber nacido en este medio. En mis conversaciones, lo repito
muchas veces.
Por todo ello, en mi caso, quiero manifestar que me siento un agradecido hijo de la asombrosa
orografía que desde hace cinco millones de años nos sostiene diariamente, que despunta cada
día ante nosotros; hijo de este paisaje único de cerros tallados a fuerza lluvias torrenciales, de
vientos, de terremotos… capaz de influir poderosamente en nuestro carácter. En un guion
videográfico que escribí en una ocasión, nombré a nuestro territorio como “El triángulo del
yeso, de la sed y de la luz”.
Estoy agradecido a nuestros ríos, que surcan nuestro territorio con leve rumor de fértiles
aguas, y que hace milenios atrajeron a sus orillas a las gentes que deambulaban en busca de
un solar. Estoy agradecido porque soy biznieto de aquellos pioneros.
Yo soy como un árbol de cualquiera de nuestras vegas que plantaron, regaron con mimo,
podaron con delicadeza y curaron de sus enfermedades mis más remotos ancestros.
Me siento como una espiga de trigo en medio del más sediento secano de nuestro territorio,
donde mis estirpes abrieron surcos con el arado romano en busca del pan, vertieron su sudor
fecundo, disfrutaron la jubilosa abundancia de las primaveras lluviosas y padecieron el revés
de la espantosa sequía y las heridas incurables del violento pedrisco.
Soy hermano de estos cerros hermosamente desolados, que parecen una anticipada visión del
fin del mundo; soy amigo de los caprichosos barrancos, que nos ofrecen bucear en el seno de
los centenares de milenios que nos precedieron; soy descendiente lejano de sorprendentes
minerales como el espejuelo.
Estoy agradecido a la luz que nos va marcando el transcurso del año, a las nieblas de las
madrugadas, al sol furioso de la canícula, a las heladas de los duros inviernos, al esplendor
sonoro de los ruiseñores en las madrugadas de mayo.
Amo como hermanos el paisaje hirsuto del esparto, la delicadeza de una flor de alcaparra y el
prodigio de los gamones al borde de abril y mayo. Estoy agradecido al perfil nocturno del cerro
de la Virgen de la Cabeza, a las calles, llenas de rincones e historias centenarias que han ido
tallando nuestra milenaria historia, de la que yo soy parte.
Soy descendiente de aquellos artesanos que tallaban el sílex en la Loma de los Balcones, en el
actual Riego Nuevo; nieto de quienes levantaron frágiles cabañas en el Castellón para
confortar sus musculaturas al calor de las hogueras en las crudas noches del invierno; me
siento heredero de quienes poblaron, hace ahora tres mil años, la superficie del cerro del Real
cuando nada ni nadie había en el extenso paisaje de estas erras altas; sé que mis antepasados
recibían con júbilo de niño a los comerciantes fenicios que venían cargados de figuras de
extraños dioses, de prodigiosas arracadas para las mujeres, de misteriosos signos para anotar
lo que no querían olvidar; procedo de aquellas plañideras que se rasgaban las vestiduras en el
desolado cementerio ibérico de la lejana Tútugi cuando los despojos de un guerrero eran pasto
de las llamas de la ritual hoguera; mis bisabuelos nombraban, desde su planisferio virtual, las
estrellas a quienes debían apuntar sus sepulturas en la necrópolis que había crecido en torno a
la Diosa de la Fertilidad; sé que en mi familia aprendieron a hablar latín cuando unos
poderosos guerreros, por convicción o por las armas, llegaron a Tútugi para quedarse y
nombrarla con el tiempo municipio romano; cuando el esplendor latino palideció, después de
un ligero respiro visigótico presente en el Fuero Juzgo, sopló un belicoso viento mahometano
de África y una nueva designación acertó a nombrar nuestro solar; ésta vez fue Galira, que es
lo mismo que “erra de cosecha”, hasta que en 1570 la ira cubrió de sangre de mis
antepasados de ambos credos las laderas del cerro de la Virgen; tras la catástrofe, nuevas
gentes de allende las montañas, que también eran mi raíz, levantaron las casas de un nuevo
pueblo con sus manos, trazaron calles y alzaron una robusta torre y un prodigioso firmamento
de madera para honrar a su Dios, que al fin y al cabo era el Dios de todos.
Han nutrido mi ser más íntimo, con su sangre espiritual, las centenarias hermandades
religiosas de esta villa, sus fiestas, sus ritos, sus convicciones. Todas y cada una de ellas
forjaron en su día en el yunque de la tradición mi esencia de niño y de adolescente. En ese
recóndito rincón de mi personalidad llevo gozosamente la marca de cada una de ellas.
Pero no acaba aquí mi agradecimiento por todas las cosas que he recibido a lo largo de mi
vida.
Son centenares, miles de personas, -entre las cuales estáis los que habéis venido esta tarde a
acompañarme- quienes han influido en mi desarrollo como persona y me han vinculado para
siempre al habla, las costumbres, las creencias, los valores, las ilusiones, las tristezas, los
regocijos, las devociones y la sabiduría ancestral de este pueblo intemporal.
No puedo olvidar a mis maestros de la escuela de aquella lejana niñez, ni a quienes
posteriormente fraguaron mis más dilectas predilecciones: don Jesús Fernández Fernández en
nuestra historia, don Guillermo Schüle en el apasionante mundo de la Arqueología y don Juan
de Dios Guerrero Portillo en la bonhomía que siempre pretendo alcanzar.
No puedo olvidar a mis amigos de la infancia, de la juventud y de todos los tiempos, que han
marcado hitos en mi devenir como galerino. Tengo presentes asimismo a mis compañeros en
el magisterio -una profesión cuyo ejercicio ha sido para mí un privilegio- por lo que todos ellos
me han aportado a lo largo de 37 años.
También mis alumnos han dejado una huella indeleble en mí y ahora me glorío en ser amigo
de ellos. O mis grupos de teatro, que tanto me han influido, desde 1973 en que empezamos
balbuceantes en este fascinante mundo de la farándula. O el grupo de amigos del coro, que
han construido también parte de mi naturaleza desde hace más de quince años de labor.
Para el final he dejado, ¿lo comprendéis?, a mi familia más inmediata. El recuerdo nebuloso de
dos de mis bisabuelos; el calor de las casas de mis cuatro abuelos; las comidas familiares con
mis os, mi hermana y mis primos alrededor de la lumbre o del cálido brasero; la penumbra y
frescor de las bodegas, henchidas de vino y aguardiente; las matanzas, los carnavales, las
nochebuenas; el recuerdo del primer fallecido de mi linaje, la ausencia paulatina de casi todos
ellos… Como corona, mi mujer, Mercedes, mis cuatro hijos y mis tres nietos, que son la última
riqueza a la que he tenido acceso.
Gracias a todos por tanto que me habéis dado, por la fortuna con que me habéis enriquecido.

                                                                                                                   Galera, 14 de agosto de 2019.

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